> Por Eva Lilith
Siempre me dio esa impresión imprecisa. Los gestos tan féminos, los juegos con las manos, la forma de cruzar las piernas. Pero esa espalda, ay, lo que tocaban esos dedos, tenían un dejo de hombre salvaje que no puedo ni pensar sin estremecerme.
Me divertía la idea de ser, en algunos puntos, el polo masculino. Cambiar lo establecido, jugar entre nosotros sin importar que de afuera me preguntaran qué onda con mi amigo el mariquita.
Ilustración: Juan Manuel Plana Sabatez |
Sus uñas estaban habitualmente pintadas de rojo, negro, blanco o azul. Pero, nunca tan prolijo, el esmalte saltado y los tamaños dispares como para que no se lo pueda confundir con una muñeca.
Encendía un cigarrillo tras otro y hablaba, con una voz profunda de barítono, con tantos matices y tantas inflexiones que yo me perdía los significados, hipnotizada por la cadencia de los sonidos que ondeaban en el aire a su alrededor.
Así salíamos por los bares, yo con mis borcegos militares y él con lo primero que encontrara más el labial rojo. A veces era grotesco, pero las más, simplemente hermoso.
Una noche, en cierto rincón de la ciudad, un tipo pasó el límite, con sus comentarios ridículamente cliché sobre lo que le haría a las locas como él. Esa noche, alguien se vio golpeado por una mano, que le pintó las uñas hasta quebrarle la nariz. Esa noche, yo curé con cariño las heridas del soldado que había ganado una batalla por su libertad, y todavía nos sobró fuerzas para gastar el colchón.