> Por Andrés Martín Podhorzer
Articulación del mapa genérico.
(...)* Concibamos que leemos al género –o que el género nos lee a nosotros- a través de ésta matriz ternaria, dónde primero somos hombres o mujeres; luego somos hombres más o menos viriles, o mujeres más o menos femeninas; y, esto último en función de nuestra capacidad para responder con mayor o menor eficacia a las normas sociales vigentes respecto al género. La primera pregunta que emerge es, entonces, ¿en qué condiciones habita una subjetividad el terreno del género? La segunda, ¿Por qué se compite al interior del género? O también ¿De qué sirve habitar cómodamente el género?
*NOTA EDITORIAL: Se ha suprimido parte extensa del inicio, la misma está disponible para quien lo solicite a complementosoy@gmail.com
(...)* Concibamos que leemos al género –o que el género nos lee a nosotros- a través de ésta matriz ternaria, dónde primero somos hombres o mujeres; luego somos hombres más o menos viriles, o mujeres más o menos femeninas; y, esto último en función de nuestra capacidad para responder con mayor o menor eficacia a las normas sociales vigentes respecto al género. La primera pregunta que emerge es, entonces, ¿en qué condiciones habita una subjetividad el terreno del género? La segunda, ¿Por qué se compite al interior del género? O también ¿De qué sirve habitar cómodamente el género?
*NOTA EDITORIAL: Se ha suprimido parte extensa del inicio, la misma está disponible para quien lo solicite a complementosoy@gmail.com
Modalidades de la provincia masculina.
Es a condición de desandar cierto sistema de exigencias y de normas que condenan al hombre a verse involucrado en la desesperante actividad de confirmar constantemente su masculinidad al interior de un interminable y agotador trabajo de socialización y cotejación que pretendo llegar a dar cuenta de ciertas características constitutivas de la subjetividad propia del hombre heterosexual. Los objetivos que persigue ésta actividad son dos. El primero es, siguiendo a Foucault, dar cuenta de la ineficacia que tendría –y que tiene- entender la dominación masculina desde una representación jurídico-discursiva del poder, al no ser esta representación sensible al carácter inmanente de las relaciones de poder, así como también incapaz de comprender la dimensión productiva, positiva y performativa del género en su instancia normativa. Es así que, dando cuenta de las violencias normativas que el hombre heterosexual sufre en un mapa de género en el que aparentemente es dominante, mi intención es denunciar toda caricaturización del hombre como enemigo dominador, y proponer paralelamente la necesidad de comenzar a formular una emancipación colectiva de la normatividad genérica que involucre a la totalidad de los sujetos. El objetivo más importante es, sin embargo, intentar dar cuenta de dónde proviene cierta angustia que me genera mi condición masculina y que parece no encontrar eco ni en la literatura especializada ni en la militancia de género. Sea como fuere, tal vez el terreno más sencillo para comenzar a pensar la normativa masculina heterosexual sea el de la conquista, por el simple hecho de que suele funcionar como la instancia sintomática de actualización de las jerarquías analógicas masculinas. Se hacen allí nítidas las angustias constitutivas del sujeto de currículum pobre, de aquél que siente que fracasa reiteradamente en los intentos de adoptar el hábito de la virilidad. Esta urgencia de construcción curricular atraviesa a todos los hombres heterosexuales, prescindiendo de su efectividad de género. De todas formas, si el fenómeno de la conquista resulta clave para comprender ciertos aspectos de la subjetividad masculina es porque, además de registrar con cierta fidelidad el índice de virilidad del sujeto, la conquista es, en sí misma, una actividad performativa productora de status de género, y esto por tres razones. En primer lugar, como dice Houellebecq, porque el objetivo primordial de la búsqueda sexual no suele ser el placer, sino la gratificación narcisista que genera el rendir homenaje a la perfección erótica. El hombre sexualmente exitoso se constituye como sujeto deseable, produce eficazmente su género con cada ligue, amén de la satisfacción libidinal que pueda obtener o no del encuentro sexual. La segunda razón se comprende mejor si se atiende a las estructuras cognitivas que permean la actividad sexual. La serie de oposiciones que se inscriben en el sexo y en el género no responden a meras oposiciones simétricas; el acto sexual heterosexual en sí mismo, afirma Bourdieu, privilegia al hombre como sujeto activo y relega a la mujer a objeto pasivo. La virilidad masculina, de hecho, comporta en parte cierto carácter de proeza de poseer, de dominar. De ahí se entienden las series de expectativas que detentan los sujetos masculinos respecto al acto sexual, concebido como una forma de apropiación y de posesión. El placer masculino reside, en cierta parte, en el placer femenino, el poder hacer disfrutar; el deseo fundamental del hombre es dominar eróticamente. Pero que el resultado incidental de tal constitución del deseo sea la producción efectiva de placer en la mujer es efecto secundario y derivado del fondo cognitivo-semántico al cual refieren las prácticas sexuales; pensemos también que tal fondo semántico es susceptible de actualizarse en figuras sexuales menos alegres como la invasión intrusiva. Finalmente, no hay que olvidar la forma en la cual la conquista se inscribe en los mismos rituales de masculinidad, instancias en las cuales la virilidad es revalidada y cotejada ante la presencia de otros hombres. Aquí me refiero sencillamente a lo que pueden ser espacios cedidos en las charlas de amigos a la jactancia en torno a las conquistas femeninas.
Ahora, y más profundamente, del carácter genéricamente performativo que toma la actividad de la conquista y de su importancia en la actualización de la jerarquía intragenérica se extraen consecuencias útiles para pensar las ventajas que conlleva la habitación cómoda del género. La pregunta, ya insinuada más arriba, es cómo capitaliza el hombre el placer o, mejor aún, de dónde extrae placer el hombre heterosexual. El primer movimiento necesario para comenzar a articular una respuesta es quitarle al placer libidinal cualquier fuerza explicativa que pretenda detentar, evidenciando su insuficiencia etiológica cuando se trata del campo de la configuración de los placeres. De hecho, tanto la gratificación narcisista como la voluntad de posesión derivada de un ordenamiento cosmológico del género, así como también la afección derivada del ascenso jerárquico producida por un cotejo efectivo de la virilidad propia, desarman por sí solas la noción biológico-libidinal del placer que pretende explicar las prácticas de placer como un epifenómeno derivado. Aparece, entonces, el problema de la configuración moderna de los placeres del hombre y, con él, la posibilidad de convocar a ciertas tecnologías de género que trabajan en la instancia del placer y que se emplazan sobre la matriz de un poder positivo, un poder que construye desde dentro de nuestras subjetividades las más diversas formas de afección. A modo de ejemplo, podría decirse que una de las más poderosas de estas tecnologías de género sea tal vez la pornografía, género periférico de la industria cultural caracterizado por reservarse una extraordinaria capacidad para estimular sexualmente al espectador. Pero además, y principalmente, la pornografía es potente productora de formas de excitación, educadora sexual de primer orden que crea y transmite lo que serán las formas normales de experimentar el placer, los lugares precisos de dónde extraer el placer y las técnicas precisas para generar el goce: Acercándole al consumidor en el ámbito de lo privado todo aquello silenciado en lo público, se convierte en la domesticadora privilegiada del placer, o más precisamente, en la productora por excelencia de los placeres normales.
Volviendo un poco, en lo que se refiere a la variedad de rituales de masculinidad que el hombre precisa transitar en la constante actividad de producir su status de género, aproximémonos ilustrativamente a ciertos clásicos contemporáneos. Aparte del cotejo de los talentos de conquista previamente mencionado, la virilidad no parece agotarse en la mera aptitud sexual sino que, además, comporta un carácter físico, de fuerza y resistencia, que, en ciertos casos, llega a radicalizarse en formatos enteramente absurdos. Nunca dejó de sorprenderme, por ejemplo, la forma en la cual, en una charla de amigos, comenzaban eventualmente a aflorar ciertas anécdotas de carácter cuasi-mitológico en los cuales el narrador/protagonista describía detalladamente las condiciones épicas en las cuales había logrado heroicamente ingerir cierta cantidad ridícula de alcohol y no morir en el intento. No faltan, una vez finalizado el relato, los festejos y celebraciones al aguante y a la resistencia del mártir. Podría pensarse también en el baño o vestuario público, concebido por Preciado como un apéndice arquitectónico del régimen de género, como otro espacio en el que aparecen ritos de masculinidad como el mear de pie públicamente en cabinas abiertas a la visión colectiva. El irse de putas con amigos o algún pariente mayor es también claramente otro ejemplo de rito de masculinidad, la virilidad sexual es cotejada, incentivada y puesta en juego, a la vez que se espanta el fantasma de la homosexualidad. De hecho, y vinculado a este aspecto, creo que existe un espíritu común que permea la totalidad de los ritos de masculinidad, y es el esfuerzo de conjurar al fantasma de la indeterminación genérica. Cualquier proximidad con la frontera digital del género puede derivar en resultados inesperados, toda brecha o fisura que nos distancie del hábito masculino, a menos que sea particularmente lograda, es temida y suele leerse como pérdida de la virilidad. Las bromas respecto a la orientación sexual dan un ejemplo ilustrativo, todo chiste que pueda dejar en duda la heterosexualidad del relator suele verse necesariamente acompañado de un metacomentario que aclare el carácter jocoso del mensaje y que revierta su contenido.
Del mismo modo, la necesidad imperiosa de conjurar el fantasma de la indeterminación genérica para performativizar eficazmente la masculinidad aparece de forma paradigmática en la función disciplinadora de género que tiene la circulación de insultos como “marica” o “puto”. No hay detrás de la figura satírica del marica, en su uso propiamente provocador, una evocación al sujeto de orientación homosexual, ya que mismo sujetos heterosexuales pueden devenir temporalmente en maricas. Ahora, este carácter fluido e indefinido que tiene la figura del marica le permite conformarse un espectro amenazante que puede ser invocado cada vez que sea preciso, cada vez que, en alguna conversación entre amigos o donde fuere, sea necesario restablecer los límites que separan al hombre heterosexual del marica o del gay, determinando qué comportamientos son esperables y cuáles deben ser sistemáticamente eliminados si lo que se pretende es producir género efectivamente.
Buena suerte chicos
¿Para cuándo la emancipación masculina?
Virgine Despentes, Teoría King Kong
En un primer lugar, y ante todo, la dificultad de ser hombre. Dificultad no confesable, censurable. No solo porque despierta las broncas de las mujeres que reivindican su lugar de proletariado del género, mujeres que ven en la usurpación de su rincón emancipador el colmo de la dominación masculina, sino que además la queja no es compatible bajo ningún aspecto con la normatividad heterosexual masculina. Entrampados entre la espada y la pared, sabiendo que una denuncia radical y activa de las condiciones de producción de género probablemente implicaría, a nivel individual, una suerte de suicidio de género, la salida parecería ser únicamente un camino colectivo. Actividad tampoco sencilla, considerando en un primer lugar el carácter competitivo que caracteriza la subjetividad masculina, así como también la fuerza con la que el preconcepto de que exclusivamente las mujeres y la comunidad LGBT tienen reivindicaciones reales que realizar en política de género, limitándose los hombres, en el mejor de los casos, a acompañar la lucha. Sin embargo, debo confesar que resulta ser un agradable aliciente hallar detrás de la pretendida valentía y virilidad heterosexual masculina poco más que una urgencia histérica por rehuir al fantasma de la indeterminación genérica, poco más que un curioso miedo a lo femenino. Ahora, será cuestión de unir fuerzas, tramar líneas de fuga, seguir a Despentes y dinamitar todo.